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Una noche. Toda la noche
9.4.2025
Escrito por
María Zentner

La portada de Hyperdrama muestra la icónica cruz de Justice como un sarcófago de vidrio transparente que deja ver un sistema nervioso iluminado de un rojonaranja vibrante y urgente. Nadie puede acusar al dúo francés de pecar de sutileza. La metáfora de la convivencia posible entre lo vivo y lo sintético grita desde el fondo negro de la tapa. Y, por si eso no fuera suficiente, ellos mismos se encargaron de aclararlo: “Es la confrontación entre lo sucio y lo limpio, lo humano y la perfección de lo digital o de las máquinas. Es algo a la vez repulsivo y atractivo”, señala Xavier de Rosnay en la revista Spin. “Habíamos pensado en un hombre transparente, habría calzado perfectamente con la estética de nuestra música: la humedad de la materia orgánica dentro de algo muy pulcro”, refuerza Gaspard Augé.

Esa “confrontación” es la que dicta las derivas del arte desde el comienzo de la civilización occidental: la puja entre Apolo y Dionisio. De ahí en más, toda la historia se fue desarrollando entre esos extremos. O, más bien, en su confluencia. Porque los momentos más explosivos, más interesantes, más divertidos del arte ocurren, justamente, cuando esa diferencia se borra, cuando los extremos se cruzan en ese infinito no tan remoto en el que conviven lo ordenado con lo excesivo, lo luminoso con lo sombrío, lo impoluto y lo  mugriento. Y en ese lugar es donde se paró el dúo francés para plantear el disco que los trajo nuevamente a Buenos Aires, después de trece años. El desafío, entonces, fue llevar ese concepto al vivo.

Luz y sonido y nada más. Parece simple, pero la puesta que ofrecieron en el Movistar Arena el jueves pasado fue todo un prodigio, sofisticada en su concepción; imponente en su ejecución. Dos hombres en el centro del escenario. Dos seres vivos conectados (¿enchufados?) a los instrumentos, con movimientos casi imperceptibles en medio de la catarata de estímulos que provenían de la parafernalia lumínica y musical. Dos cuerpos que no aportaban humanidad al cuadro. Más bien, todo lo contrario: se aplastaban sobre el centro de la escena, volviéndose planos, maquinales. Lo humano del set venía, justamente, de las luces –unas estructuras modulares que se movían con la plasticidad de un cuerpo– y la música, que lo cubría todo como un abrazo de capas y más capas de graves engordados con la organicidad del latido.

Foto: Vicky Dragonetti

Hombres máquina. Máquinas cuerpo. La pelea entre lo que vive realmente y lo que se mueve por el impulso frío y sin fallas de la electricidad. El espacio que queda en esa grieta que separa lo orgánico de lo artificial, rellenado con música y luces. Y un espectáculo memorable para el público que estuvo sumergido en ese magma incandescente y escurridizo, mientras Apolo y Dionisio se echaban unos pasos ahí, en la pista.

Como si anunciara el comienzo del melodrama más lóbrego, “Génesis” fue el puntapié inicial del recorrido propuesto por el dúo galo, marcado por haces de luz que emergían de las sombras más espesas. “Phantom”, con un idioma sintetizado en la voz de un ser que no existe, se impuso con ese sonido que es casi una interferencia. Los beats industriales que parecen estar reproducidos de atrás para adelante y las cuerdas que vienen de un más allá desconocido, en “Generator”, se entreveraron con la alarma housera de “Love SOS”. La oscuridad y la violencia del sonido se volvieron todavía más ominosas cuando la parrilla de luces bajó y se depositó sobre las cabezas de los músicos, reduciendo su espacio a una caja, una cárcel.

Y entonces todo se tiñó de rojo para el bloque “Mannequin Love”/“We Are Your Friends”/“Tthhee Ppaarrttyy”. Las voces que se mezclaban y se confundían parecían estar atrapadas en el pasado. Sonaban como cubiertas por un plástico sucio. Las inflexiones pizpiretas de las chicas que invitaban a comenzar la fiesta se oyeron veladas, como si la fiesta ya hubiera terminado y quedara solamente su eco.

El brillo opaco del dancefloor al final de la noche, todo pegoteado de puchos y alcohol, fue el escenario de “One Night/All Night”, con la voz de Kevin Parker, de Tame Impala, que cantaba desde algún lugar incierto. Entonces todo quedó en tinieblas y sólo se iluminaron los anvils sobre los que Augé y Rosnay armaron sus equipos. El ambiente se volvió todavía más opresivo cuando llegó el crescendo de “D.A.N.C.E.”. Las luces resplandecieron blanquísimas y las siluetas de los dos músicos se recortaron sobre el fondo. Hasta que de repente todo se se volvió penumbra. El groove ochentoso sonó como pasado por un rallador mientras las voces aniñadas incitaban “¡Do the dance!” y el gris perlado de las pantallas que forraban la pared posterior del escenario les daba el aspecto de viejos televisores de tubo apagados.

Foto: Vicky Dragonetti

La versión de “Safe and Sound” fue otro ejemplo de convivencia de lo apolíneo y lo dionisíaco: el bajo podridísimo se enredó con las voces entre tribales y celestiales, mientras Kevin Parker y sus efluvios pop en “Neverender” se acoplaban a la aplanadora heavy metal de “Canon”, con esos bajos que no sabíamos que existían y que retumbaron directamente sobre la ropa. En este punto, cualquiera que estuviera ahí podía preguntarse ¿es posible que algo suene al mismo tiempo tan perfecto y tan roto? Es. Los temas pasaban como por un túnel de piedra y llegaban con extrañamiento alienígena. Pegaban en el cuerpo, en la piel. Fue un ataque a los sentidos que requería más tiempo para asimilarlo que el que la propia música ofrecía. El escenario y esas máquinas que parecían moverse por voluntad propia lo volvían todo más perturbador. Cada tanto, se iluminaban las mesas de ellos dos y se los podía adivinar en el reflejo de ese fulgor. Como sombras. Como fantasmas.

Antes de los bises, la parrilla de luces se convirtió en una araña y la música sonó con el peligro del veneno. “Incognito”, inquietante en su deriva entre tenebrosa y groovera; “Stress (WWW)”, con sus características intensidad y repetición enloquecidas –como si las aspas de un helicóptero pasaran rozando tu cabeza–; “Afterimage” y la esponjosidad grave y cansina de este house con coros de Rimon, que parece venir directo de 2006; “Chorus”, con su rapidez, áspera, astringente, y la súper velocidad de “Audio, Video, Disco” se mezclaron para dar cuenta de un final frenético.

En el show de Justice, las canciones viven, laten en el modo en que todo se transforma, se deforma y se adapta. Nada de lo que alguna vez fue limpio, prolijo, ordenado mantiene esa pátina sintética de frialdad cibernética. Porque estos dos se encargan, durante una hora y media, de mostrar el lado incómodo de aquéllo que, por definición, tiende a presentarse como impoluto. La belleza que se esconde en el defecto y el desvío. Una flor que nace en la basura.