Cuando Sting -más que un músico, más que un nombre- tomó la guitarra acústica para cerrar con “Fragile”, detuvo el tiempo con un acorde.
De pie, en el centro del escenario del Movistar Arena, flanqueado por el eterno Dominic Miller siempre en guitarra y Chris Maas, batería en Mumford & Sons, el inglés dejó caer su voz sobre la multitud. Tres músicos, un sonido inmenso, el eco de un pasado presente.
Frente a un artista de este calibre una no puede dejar de pensar en la consolidación de semejante carrera, sobre todo hoy, que lo que sea revive y muere en un click, un tiempo en donde los géneros musicales tiene corta vida -el porqué es para otra disertación-, qué hizo distinto. Mejor.
Si se logra comprender el posmodernismo en el nombre The Police no hay mucho más para agregar. Lo mismo en Joy Division. Paradigmas vanguardistas despojados de conceptos simplistas -agregaría que tanto abundan en estos tiempos pero no quiero que se noten mis más de cincuenta-.
Y así, en una década tan agitada como fueron los 70 donde el rock sinfónico agonizó como debía y el punk arremetió contra toda imposición, este señor apareció con su trío para marcar la diferencia. Y en ese mismo formato volvió. El “3.0” de la gira tiene directa relación con la evolución aunque poco darwinista sí digital de un músico que puede sostener una carrera de casi cinco décadas con una guitarra, un batería y él mismo en bajo y voz.
Say no more.
De veintidós canciones en la segunda fecha en Buenos Aires, casi la mitad fueron de su etapa solista y la otra de la banda con la que lo conocimos: otro factor que se suma a su consistencia artística.
O pensemos en tipos como él, como Joe Strummer, que se atrevieron al reggae blanco por ese entorno que consumía no sólo a la comunidad jamaiquina en Inglaterra en tiempos donde comenzaron su vida artística, y los acercó también a la lucha por una liberación sin contemplar apropiación cultural alguna. Por favor, qué más queremos las minorías que se hagan eco de nuestras luchas. “Protest”, “React”, se leían en los visuales durante “Driven To Tears”: algo de ese espíritu sigue presente indudablemente.
Más componentes de su solidez, su fortaleza, se ven o precisamente no: la falta de rellenos en pantallas donde lo único que acompaña son sutiles juegos de luces (rojas en “Roxanne” “You don't have to put on the red light”, como ejemplo) e imágenes del trío en vivo. No hay artificios ni distracciones, juegos quiméricos, visuales de relleno, solo la música en su forma más pura, esa necesidad de apelar a aditivos que no sean musicales… cuando falta la música.
Sting sigue tocando el bajo con los dedos pulgar e índice (¿por qué dejaría de hacerlo?), los años no han hecho mella en su voz, en absoluto, continúa sonriendo agradecido. Es uno más de los personajes que retrata: tira la botella al mar en vano intento de salvación, el poeta errante que prefiere el té al café, es el stalker atento a cada vez que respiramos.
Picos de locura en el concierto: "Synchronicity II" y su golpe de energía con precisión matemática, el verano eterno en “Fields Of Gold”, el temblor de la memoria en “Can’t Stand Losing You”, los aires árabes en “Desert Rose” y sorry not sorry la digresión: mi favorita “King Of Pain”.
Qué bien ha madurado Sting.
Cada nota fue un latido compartido, cada canción, demasiada magia en un solo respiro. Este inglés en Nueva York fue poeta en Buenos Aires.