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Apagá el cerebro y gritá
19.3.2025
Escrito por
María Zentner

Siglos de teóricos, filósofos, historiadores, artistas investigando ¿qué es arte? ¿Cuándo hay arte? ¿Por qué el arte? Y la respuesta era tan simple: arte es Brett Anderson al final de “So Young”, de pie sobre el monitor, revoleando por encima de su cabeza más de dos metros de cable con el mic en el extremo. La camisa blanca empapada, el pelo lacio pegado a la frente, el rostro tirante en un gesto extático. Un llanero solitario glamoroso decadente, en trance musical.

Foto: Kena Luppichini

¿Por qué hablamos de un show que ocurrió en Chile? Simple: por la enorme frustración que generó que, en esta gira, Suede no viniera a Buenos Aires. Tan cerca y tan lejos. Ahí quedó la ilusión, tras montañas de argumentos económicos. Así que no hubo más remedio que cruzar la cordillera y brindarse a la aventura (bueno… “la aventura”). La cosa es que sucedió: Santiago de Chile, un Movistar Arena bastante holgado en su capacidad que tuvo como correlato un sonido crudo, el volumen por momentos ensordecedor. Y la banda ahí nomás, a unos metros. Casi que se le podía sentir el perfume al bueno de Brett que no sabe lo que es no darlo todo. Qué entrega, qué arrebatamiento. Cuánta pasión.

Los extremos. La vida y la muerte ahí, peleando por destacar. La música se despliega en un terreno de confusión intoxicante. El espacio se aplasta, el sonido lo tapa todo. La presencia hipnótica de Anderson en el escenario es una invitación desde el Cielo a conocer el Infierno. A dar un paseo por un lugar donde confluyen los temores, los amores, las dudas, los temblores. El paso del tiempo se vuelve elástico en la lista de 19 canciones que alterna presente y pasado e incluso muestra algo del futuro cuando tocan “Antidepressants” un tema del próximo disco, que sale en septiembre.

¿Qué hizo el tiempo con nuestra banda? ¿Y con nosotros? ¿Quién era Brett Anderson cuando arengaba “¡Persigamos al dragón!”? ¿Quién es hoy? ¿Está (estamos) en condiciones de intentarlo todavía?

El show del jueves pasado en Santiago de Chile fue una confirmación de que sí, por supuesto que puede. No con la energía y el carácter de los veintis, claro. Hay que cambiar de actitud frente al presente: de la urgencia andrógina al aplomo dandy. Hay algo que se transfigura y así se conserva. Que late y se hace carne. Con el estallido inicial –como diciendo aquí estamos, aquí seguimos– de “Turn Off Your Brain and Yell”. Con la explosión real de ese ayer mugriento, esmerilado, en “Trash”. Con la intimidad de una cama que por un momento se comparte de a miles, cuando Brett se tira al piso para cantar “The 2 Of Us”. Con la ampulosidad y la grandilocuencia de ese himno que devino homenaje a sus fans, y el habitual gesto de Anderson de bajar al vallado a cantar con ellas y ellos “Life is Golden”. Con el silencio que se extiende como un manto de terciopelo que había quedado por años arrumbado en un desván y sin embargo conserva su antiguo brillo –pesado, algo apolillado, naftalinoso– en “The Wild Ones”, solamente con guitarra acústica y voz. Con la fiesta que vuelve después de tres décadas para dargelizarnos por unos minutos y decirnos a nosotros mismos que somos hermosos en “Beautiful Ones”.

Sin pantallas que reprodujeran lo que ocurría en el escenario. Sin visuales más que unas imágenes fijas para cada canción. Sin cambios de vestuario, ni parafernalia escénica. Simplemente, la contundencia de una banda y el fuego de un frontman que disfruta, vive y muere cada show como si fuera el primero, el último, el único. Suede en Santiago de Chile sonó como una piña en la cara y se sintió como unos toqueteos furtivos en algún callejón oscuro y húmedo en una noche de verano.